CAPITULO: 6 DIOS AYUDA
A QUIENES DEJAN DE HERIRSE A SÍ MISMOS.
Una de las peores cosas que le pasan a una persona herida por
la vida es que tiende a aumentar el daño hiriéndose por segunda vez.
No sólo es la víctima del rechazo, el duelo, la lesión o la
mala suerte; con frecuencia siente la necesidad de verse como una mala persona
que recibió lo que se merecía y debido a ello ahuyenta a las personas que
tratan de acercársele para ayudada.
Con frecuencia, en nuestro dolor y confusión, hacemos
instintivamente lo que no deberíamos hacer.
Sentimos que no merecemos recibir ayuda, y permitimos que la
culpa, la ira, la envidia y la soledad auto impuesta empeoren una situación que
era mala de por sí.
¿Recuerdan a los amigos de Job en la historia bíblica? Cuando
los tres amigos fueron a visitar a Job, deseaban sinceramente consolado por sus
pérdidas y su enfermedad. Pero hicieron casi todo mal y finalmente lograron que
se sintiera peor. ¿Podemos aprender a partir de sus errores lo que realmente
necesita una persona herida por la vida, y cómo, siendo sus amigos y vecinos, podemos
ayudado?
El primer error de los amigos fue pensar que cuando Job dijo:
"¿Por qué Dios me hace esto a mí?", estaba haciendo una pregunta, y
que lo ayudarían si la respondían dándole una explicación.
En realidad, las palabras de Job no eran una pregunta
teológica: eran sólo un grito de dolor. Las palabras debieron estar entre
signos de admiración y no de pregunta. Lo que Job necesitaba de sus amigos -lo
que realmente estaba pidiendo cuando dijo "¿Por qué Dios me hace esto a
mí?" no era teología, sino comprensión.
En realidad, no deseaba que le explicaran a Dios, y no
deseaba, por cierto, que le mostraran sus propias carencias teológicas.
Deseaba que le dijeran que él era una buena persona y que las
cosas que le estaban sucediendo eran terriblemente trágicas e injustas.
Pero los amigos se
cerraron tanto hablando de Dios que casi olvidaron a Job, excepto para decide
que seguramente había hecho algo muy terrible porque si no, no hubiera merecido
ese castigo a manos de un Dios justiciero.
Como esos amigos no habían estado jamás en la situación de
Job, no comprendieron lo inútil y ofensivo que era juzgado y decirle que no
debía llorar ni quejarse.
Y aunque hubieran experimentado una pérdida similar, no
habrían tenido derecho a juzgar el dolor de Job.
Saber qué decirle a una persona que ha sido golpeada por la
tragedia es difícil, pero es mucho más fácil saber qué no se debe decirle.
Es un error criticar al doliente ("no lo tomes tan a
pecho", "trata de contener las lágrimas, estás molestando a la
gente").
Todo lo que trate de minimizar su dolor ("quizá fue lo mejor",
"podría ser una pérdida peor", "está mejor ahora") podría
llevar a malas interpretaciones e incomprensiones.
Todo lo que requiera que el doliente oculte o rechace sus
sentimientos ("no tenemos derecho a cuestionar a Dios", "Dios
debe amarte para haberte elegido para que cargues con este peso") también
es un error.
Bajo el impacto de sus múltiples tragedias, Job estaba
tratando desesperadamente de aferrarse a su autoestima, a su sentido de sí
mismo como una buena persona.
Lo último que necesitaba era que le dijeran que lo que estaba
haciendo estaba mal.
Tanto si las críticas eran acerca del modo en que expresaba
su dolor o acerca de lo que había hecho para merecer ese destino, su efecto era
como cubrir de sal una herida abierta, Job necesitaba más comprensión que
consejos, aunque fueran consejos buenos y correctos.
Ya habría un momento y un lugar para los consejos, pero más
adelante.
En ese momento, necesitaba compasión, la sensación de que
otros compartían su dolor mucho más que largas explicaciones teológicas acerca
de los designios de Dios.
Necesitaba consuelo físico, personas que compartieran su
fortaleza con él, que lo abrazaran en lugar de regañado.
Necesitaba amigos que le permitieran sentir ira, llorar y
gritar, mucho más de lo que necesitaba amigos que lo instaran a ser un ejemplo
de paciencia y piedad para los demás.
Necesitaba que la gente le dijera: "Sí, lo que te
sucedió a ti es terrible y no tiene sentido", no personas que le dijeran:
"Alégrate, Job, no todo está mal". Y en eso, sus amigos le fallaron.
La frase "los amigos de Job" se ha incorporado al
idioma para describir a las personas que tienen la intención de ayudar pero que
están más preocupadas por sus propias necesidades y sentimientos que por los de
la persona que las necesita, personas que, por eso, terminan por empeorar la
situación.
Sin embargo, los amigos de Job hicieron por lo menos dos
cosas bien.
En primer lugar, fueron a visitado.
Estoy seguro de que la perspectiva de ver a su amigo en la
miseria les resultaba dolorosa, y deben de haber sentido la tentación de no
acercársele, de dejado solo.
No es agradable ver sufrir a un amigo, y la mayoría de
nosotros preferiría evitar la experiencia. Pero si no nos acercamos, la persona
que sufre, además de su tragedia, se siente aislada y rechazada.
Y si vamos a visitarla pero tratamos de ignorar la razón por
la cual estamos allí, el resultado no es mejor.
Las visitas en el hospital o los llamados de pésame se
convierten en conversaciones acerca del clima, la
Bolsa o las carreras, y
asumen un aire de irrealidad completa porque no se menciona el tema que es ostensiblemente
el esencial en la mente de todos los presentes. Los amigos de Job por lo menos tuvieron
el valor de enfrentarse a él y su dolor.
Y en segundo lugar, lo escucharon. De acuerdo con el relato
bíblico, se sentaron junto a él durante varios días, sin decir nada, mientras
Job descargaba su dolor y su ira. Yo sospecho que esa fue la parte más útil de
su visita.
Nada de lo que hicieron después benefició a Job tanto como
eso.
Cuando Job terminó de desahogarse, ellos debieron decirle:
"Sí, realmente es terrible.
No sabemos cómo puedes soportado", en lugar de sentirse
obligados a defender a Dios y la sabiduría convencional.
Su presencia silenciosa hubiera sido mucho más útil para su
amigo que las largas explicaciones teológicas. Y todos podemos aprender una
lección de esto.
Hace algunos años tuve una experiencia que me enseñó la forma
en que la gente puede empeorar una situación que ya de por sí es mala,
culpándose a sí misma.
¿Cuántas supersticiones públicas y personales se basan en
algo bueno o malo que sucedió inmediatamente después de que hicimos algo, y en
nuestra suposición de que sucederá lo mismo cada vez que se presente el mismo
patrón?
El segundo elemento es la noción de que nosotros somos la
causa de lo que sucede, especialmente de las cosas malas.
Aparentemente, hay una breve distancia entre creer que cada evento
tiene una causa y creer que tenemos la culpa de cada desastre.
Las raíces de este sentimiento pueden encontrarse en nuestra
niñez. Los psicólogos mencionan el mito infantil de omnipotencia.
Los bebés llegan a pensar que el mundo existe para satisfacer
sus necesidades y que ellos hacen que las cosas sucedan.
Se despiertan a la mañana y ponen en movimiento al resto del
mundo.
Lloran y alguien corre a atenderlos. Cuando tienen hambre,
los alimentan, cuando se mojan, los cambian.
Con frecuencia, no superamos por completo esa noción infantil
de que nuestros deseos hacen que las cosas sucedan.
Una parte de nuestra mente continúa creyendo que la gente
enferma porque nosotros la odiamos.
En realidad nuestros padres suelen alimentar esa noción. Sin
comprender que nuestros egos infantiles son muy vulnerables, nos reprenden
cuando están cansados o frustrados por razones que no tienen nada que ver con
nosotros.
Nos gritan por interponernos en su camino, por dejar los juguetes
desparramados o por poner el televisor demasiado fuerte, y nosotros, en la
inocencia de nuestra niñez, suponemos que tienen razón y que nosotros somos un
problema.
Su ira puede pasar en un instante, pero nosotros continuamos
llevando las cicatrices de sentirnos culpables, pensando que cada vez que algo
sale mal, nosotros debemos asumir la culpa.
Años después, si nos sucede algo malo a nosotros o a las
personas que nos rodean, los sentimientos de nuestra niñez vuelven a emerger y
suponemos instintivamente que hemos vuelto a cometer un error.
Inclusive Job hubiera preferido que Dios documentara su culpa
en lugar de admitir que se trataba de un error. Si le podían demostrar que
merecía su destino, entonces, por lo menos, el mundo tendría sentido.
No es un placer sufrir por los errores propios, pero
seguramente le parecía más fácil aceptar eso que descubrir que vivimos en un
mundo desordenado en el cual las cosas suceden sin razón alguna.
Algunas veces, por supuesto, el sentimiento de culpa es
adecuado y necesario.
Algunas veces nosotros hemos causado la pena que aqueja
nuestra vida y tenemos que asumir la responsabilidad.
El hombre que acudió a mi oficina un día para contarme que
había dejado a su esposa e hijos pequeños para casarse con su secretaria y me
preguntó si podía ayudarlo a superar la culpa por lo que les había hecho a sus
hijos, me estaba pidiendo algo inadecuado.
Debía sentir culpa, y debía pensar en compensar a su primera
familia en lugar de buscar el modo de desprenderse de su sentimiento de culpa.
Conocer nuestras carencias y fallas, reconocer que podríamos
ser mejores de lo que somos, es una de las fuerzas que impulsan el crecimiento
moral y mejoran nuestra sociedad.
Un sentido de culpa adecuado hace que la gente se esfuerce
por ser mejor. Pero un sentido de culpa excesivo, una tendencia a culparnos por
cosas de las cuales es evidente que no tenemos nada que ver, nos priva de
nuestra autoestima y quizá de nuestra capacidad para crecer y actuar.
Nuestros egos son tan vulnerables, es tan fácil hacernos sentir
que somos malas personas, que es indigno que la religión nos manipule de ese
modo.
Por cierto, el objetivo de la religión debería Ser ayudarnos
a sentirnos bien con nosotros mismos cuando hemos realizado elecciones honestas
y razonables, pero algunas veces dolorosas, acerca de nuestra vida.
Aún más que los adultos, los niños tienden a verse como el centro
de su mundo y a creer que sus acciones hacen que las cosas sucedan.
Necesitan que les reafirmen que, cuando uno de sus padres
fallece, ellos no fueron los causantes. "Papá no murió porque estabas
enojado con él.
Murió porque sufrió un accidente (o una enfermedad grave)y
los médicos no pudieron hacer nada para que mejorara.
Sabemos que amabas a tu papá, aunque a veces te enojabas con
él. Todos nos enojamos alguna vez con las personas que amamos, pero eso no
significa que no las amemos o que realmente deseamos que les suceda algo
malo."
Los niños necesitan saber que el padre que falleció no los
rechazaba ni eligió dejarlos, idea que podrían formarse con facilidad a partir
de explicaciones tales como: "Papá se fue y no va a volver".
El autor del Salmo Veintisiete de la Biblia, un adulto maduro
y gran poeta, habla de la muerte de sus padres en esos términos: "Pues mi
padre y mi madre me han dejado",
Está tan involucrado emocionalmente en la muerte de sus
padres que no puede ver las cosas desde el punto de vista de ellos, que estaban
enfermos y fallecieron, sino únicamente desde el suyo, que le hace creer que
ellos lo dejaron a él.
Es conveniente asegurarle al niño que su padre deseaba vivir,
que deseaba regresar a casa del hospital y hacer cosas con él como las hacía
antes, pero que la enfermedad o el accidente fueron tan graves que le fue
imposible hacerla.
Otro modo de privar a un niño de la oportunidad de desahogar
su pena es tratar de hacerla sentir mejor diciéndole que el cielo es hermoso y
que su padre debe sentirse muy feliz de estar con Dios.
Cuando lo hacemos, le pedimos al niño que niegue y desconfíe
de sus propios sentimientos, que sea feliz cuando en realidad está triste como
todos los que lo rodean.
En un momento así, se debe reconocer el derecho del niño a
sentirse triste y enojado, y el hecho de que es correcto que sienta enojo
contra la situación (no contra el padre fallecido o contra Dios).
La muerte de otro niño, ya sea un hermano, un amigo o un
desconocido cuyo fallecimiento se publicita en los medios, también introduce en
el mundo del niño una sensación de vulnerabilidad.
RESUMEN DEL LIBRO CUANDO LA GENTE BUENA SUFRE (HAROLD S.
KUSHNER)
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